El 8M reclama las calles de la capital una vez más: “Que tiemble México hasta que no falte ninguna”

Vista a vuelo de pájaro, la Ciudad de México parecería este 8 de marzo un racimo de ríos y arroyos morados desembocando en un lago teñido de un inmenso violeta. El Zócalo ha recibido durante toda la tarde un afluente de decenas de miles de mujeres que han reclamado como suyas las calles de la capital en un grito colectivo contra los 11 feminicidios diarios, la desigualdad estructural, la violencia sexual o el acoso.

La ciudad las estaba esperando. Las autoridades han engalanado la capital con vallas azules de dos metros: muros que son a la vez un museo al aire de protestas pasadas —restos de consignas y rabia en forma de grafitis y pintura— y el símbolo de un poder político que se amuralla en sus palacios, se aleja de las calles y pone distancia con las transformaciones sociales que atraviesan el continente. Los cercos también son memoriales en recuerdo de Karla, de Martha, de Anabel, de Fátima, de Evangelina, de Mayra, de María, de Esther: de las que ya no están.

Los rostros son jóvenes, en su mayoría. Hay mujeres de todas las edades, pero el grueso de las manifestantes no superan los 30 años. Hay adolescentes que traen a sus hermanas pequeñas, amigas del barrio, compañeras de la universidad, nietas con sus abuelas, madres con sus hijas y viceversa. Berenice tiene 26 años y cinco manifestaciones del 8M a las espaldas. Dice que en su Estado, Oaxaca, el movimiento feminista comienza a despertar, pero que las marchas todavía son mucho más masivas en la Ciudad de México.

—Marchamos por todas las mujeres que ya no están. Yo tengo una prima que falleció por causas sospechosas y creo que esa sensación te impulsa cada vez más a querer gritar y exigir esas cosas por las cuales no tendríamos que gritar. Y aquí estamos, haciéndolo cada año. Se siente como compañerismo, todavía ni entras, vas llegando, y ya sientes la euforia de unirte, gritar y estar con las demás. Es muy cálido, te sientes tranquila de estar rodeada de otras como tú.

Los 84 años de Raquel Arriola Orozco han visto manifestaciones de todos los colores atestar el Paseo de la Reforma. Antes desfilaba ella, ahora su nieta, Alejandra Robles, de 26 años, empuja su silla de ruedas. “Necesito que me ayuden a venir porque si no, no puedo. Desde que se empezó a hacer hemos venido a las marchas. A mi edad he visto muchas injusticias”, relata la anciana. “Suelo venir con mi abuelita porque es de las que me ha enseñado a luchar y protegerme”, replica Robles, y se va a fotografiar a su abuela frente a la glorieta que el movimiento feminista ha rebautizado como “de las mujeres que luchan”.

A medida que la manifestación avanza por Reforma, la marea humana se espesa, los contingentes avanzan con más lentitud y los gritos se amplifican. Los grupos varían entre algunos más festivos, que incluso hacen retumbar batucadas, y otros que entienden la jornada de hoy como un desafío directo, pura contundencia política. Fernanda, de 22 años, se emociona al contar que marcha por primera vez: “Necesitamos hablar por todas las que ya no están. Ya no hay quien me detenga. Por fin pude ser libre y salir a gritar lo que estaba viviendo”.

El rastro de la manifestación se siente sobre los edificios que no están cubiertos por la muralla azul, que quedan cubiertos de pintura, consignas y símbolos feministas, obra de mujeres jóvenes tapadas con pañuelos y pasamontañas. Cuando Reforma se cruza con la avenida Juárez, un grupo se sube a un monumento y agita bengalas de humo morado que ascienden sobre la multitud.

La Alameda es un grito masivo. El Zócalo, el epicentro de la tensión, donde pequeños grupos de manifestantes tratan de tumbar los cercos que rodean el Palacio Nacional y ven como respuesta el lanzamiento de gases lacrimógenos por parte de las fuerzas de seguridad, escondida del otro lado de las vallas. “No me cuida la policía, me cuidan mis amigas”, se lee en una pancarta.

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